Corro en la Ciudad del Miedo

Empieza el crepúsculo, ese ritual maravilloso y cotidiano.

Corro en Ciudad de Guatemala desde hace más de cinco años, desde hace un par trasladé la mayoría de mis corridas a la tarde, o la tarde-noche, ese espacio, esa transición en que La Nueva se cambia de ropas, se sacude un poco el bullicio, un poco del comején casi permanente del tráfico y se transmuta.

Se guardan los merolicos y salen los trasvestis.

Cada vez que salgo a correr me dan cien encomiendas en la casa, me santiguan, que tenga mucho cuidado y eso.

No es para menos, es aún esta nuestra tacita de caca una ciudad violentísima, aunque algunos indicadores relacionados con violencia y violencia homicida han disminuido en los últimos años, esta ciudad, no hay que perderlo de vista, es todavía un matadero: matan pilotos, matan a vendedores, matan mujeres, por puñados nos matan casi en cada esquina, en cada cuadra, en cada zona con un empuje mortal que parece no reconocer fronteras ni límites.

Y sí, en esta ciudad voraz, sangrienta, corro, en las tardes noches, a veces ya muy entrada la noche.

No me siento en especial valiente por hacerlo así, ni lo hago por retar al peligro, que esos años quedaron atrás, lo hago por comodidad y porque a esas horas, siento que la ciudad es aún más mía que temprano, cuando todavía es bullicio y gentío.

Toda esa gente, todos esos carros que pululan sobre MI ciudad.

La calle Martí, por ejemplo, es de manera casi permanente un interminable río de carros, camiones y camionetas, los gritos de los brochas, el mugido de las bocinas, el estruendo que todo lo avasalla: una mierda pues, y además un peligro, ya un par de veces casi me atropellan intentando cruzarla por evitar una pasarela que se caía a pedazos.

(Esa pasarela, la de la parroquia vieja, debo reconocerlo, fue primero reparada luego de un tuit a dark-lord-arzú, y a los pocos meses cambiada por una nueva, toda brillosa ella).

Pero ya tarde-bien-tarde la misma Martí mengua, y es toda una espada de asfalto, una cinta negra que se pierde hacia la frontera de la ciudad rumbo al atlántico o bien se interna en el periférico según sea el rumbo hacia el que ese día corra.

La once avenida, la simeon, todas lo mismo: silencio y soledad, solo la cadencia torpe de mis pasos, mi respiración entrecortada, a veces mi música para correr (Que es vivaldi y bach, y algo de tecno vigoroso, el rock-metal revelado por mi buen amigo Carles, eso más música de ciertos juegos de video, también con mucha fuerza, por ejemplo, el Dark-Beast-Ganon de La Princesa del Crepúsculo).

Es de noche y la ciudad es mía, la simeón es mía, el centro histórico es mío -el corazón viejo de La Nueva, sus esquinas decadentes, sus casas cayéndose a pedazos, su oscuridad, su miseria, los frontis de sus iglesias interminables.

Por ellas corro y me siento un fantasma, un espectro invencible, una ráfaga tonta y con barriga.

Correr, he dicho, me ha servido para no volverme loco, lo que es bastante, para mantener mi cohesión en momentos en que otras fuerzan titubean, pero también me ha servido para conocer mi ciudad hórrida y apropiarme de ella más allá del miedo, a los asaltos, a los puyones, a un eventual atropello. Para vivirla de una manera más cercana e inmediata, repasando con mis pasos lo que fue su cuadrícula fundacional.

A veces por ejemplo, corro rumbo a Beatas, y al llegar, aunque la iglesia está cerrada el fuego secreto del nazareno de las tres gracias palpita a través de sus paredes y su fachada parece de mármol bajo la luz mortecina del alumbrado del centro, se me evoca entonces Minas Tirith y otras ciudades blancas.

O me quedo más cerca, y paso por esa esquina del barrio moderno en que a cierta hora ponen los frijolitos para la cena y ese solo olor hace que la corrida valga la pena por la memoria de la comida materna y la infancia.

O atravieso el cerrito y su ermita, y desde la cima, con la aplicación en pausa, claro está, diviso las cúpulas de los templos grandes y recuerdo a mis abuelos paternos que ya no están, pero que se sabían el nombre de todo lo que se divisaba cuando yo no podía descifrar los puntos cardinales entre sí.

La Merced, Catedral, Santa Teresa...

Corro por mi ciudad de noche y atravieso el miedo y el tiempo, no busco retarlo, sino tomarlo para mí, ese es mi intento, ese es mi afán.


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