Crónica breve de mi maya maratón

Le amanecía al laguito en un día que prometía venturoso.
Diez días han pasado, hoy que escribo esta crónica, desde la maya maratón, en que he descansado mucho, caminado algo y corrido una nada; durante este tiempo he macerado las ideas, sensaciones y vivencias de la carrera por la que hice tanta alharaca en este 2014 que casi se termina.

Correr una maratón es mucho y es nada. Mucho tuve que correr siquiera para atreverme a intentarlo, mil quinientos kilómetros y un poco más; mis buenas libritas perdí en el proceso, no es una panacea correr, pero es un buen bálsamo para corazones atribulados como el mío.

Entro en mi crónica, que trataré de mantener breve.

El domingo 23 de noviembre desperté a las cuatro de la madrugada, oscuridad cerrada y mucho frío, había dejado mis cosas listas desde el día anterior por lo que me cambié pronto y en silencio: la última cabalgata de los calcetines injinji sin costuras, la primera gran batalla de los mizuno wave rider 17, pantaloneta azul nike, camisa adidas predominantemente roja (regalo de la navidad pasada de mi hermana), gorra amarilla, lentes oscuros, cinturón de hidratación, así como la tableta y la comida de bebé en un saco de espalda con el logotipo de la media maratón de San Salvador que me dieron hace dos años.

 Mi santo padre toruk makto-chan tuvo la gentileza de llevarme a esas tempranas horas a los linderos del trébol, donde la organización había ofrecido proporcionar buses para trasladar corredores hacia Amatitlán, el punto de salida y meta.

 Y allí estábamos, un puñado de corredores ateridos en esos rumbos sombríos. Trabé conversación con dos masters de sesenta y sesenta y nueve años, con décadas de corridas combinadas. Así entretuve el tiempo hasta la llegada del transporte.

 Es una cortesía, es cierto, pero los buses llegaron MUY tarde, casi al filo de las seis de la mañana, y tocó correr y amontonarse para conseguir lugar. Por la hora, el descenso desde el valle de la ciudad hacia Amati fue veloz: en media hora entrábamos al pueblo, donde centenas de corredores pululaban como hormigas cósmicas.

 Faltaba poco para la salida, di una visita breve al lago, que a esa hora de un día nuevo se sentía fresco, un gran espejo color verde eléctrico. Terminé de arreglar mis implementos, mi hidratación y los zapatos, donde cometí quizás uno de mis pocos errores en la carrera, pero que pagué carísimo en dolor y minutos.

Con eso de las libras que logré bajar gracias a la preparación para este maratón, reduje medidas, incluso de los pies. Ahora mi pie derecho es un poco más delgado que mi pie izquierdo, y como consecuencia los zapatos de ese lado  suelen quedarme un poco más flojos que sus contrapartes, lo que importa nada en el caso de los zapatos de vestir, pero para esto de la carrera es algo crítico.

 Y bueno, me los amarré diferente, como ya había ensayado, pero me apreté demasiado el zapato derecho en su afán de contrarrestar la soltura y el roce con resultados casi catastróficos.

 Me dirigí al corral de salida, cercano al parque de las Ninfas, por allí saludé al amigo osito y logré avistar un par de caras conocida entre la marabunta. Cantamos el himno nacional y llegadas las siete, salimos.
El inicio fue tranquilo, sabía que era una carrera MUUUUY larga, por lo que empecé a un ritmo muy contenido. Llegando al puente La Gloria el saco de la espalda se me rompió! Por lo que sin parar, pero sí bajando la velocidad, me dediqué a hacerle un chapuz que me permitiera correr tranquilo.

Bastante me duró! No fue sino hasta el regreso que las cuerdas cedieron de nuevo. Los primeros cinco kilómetros hasta el Irtra de Amatitlán son ascenso digamos moderado, luego la cuesta aprieta hasta el Monte Sión desde donde se domina el lago en una estampa de preciosidad y misticismo. La carrera ofrecía tres modalidades: 10-k, media maratón, y maratón completa para los locos totales. Pasado el punto de retorno de la carrera de diez kilómetros la cantidad de corredores se redujo de manera ostensible.

Viví mucho tiempo en Villa Canales, por lo que estos caminos no me eran ajenos, luego del descenso de Monte Sión enfilamos los rumbos de la hidroeléctrica, luego otra serie de columpios hasta llegar al relleno. Por ese punto estaba el retorno de la media maratón y nos quedamos solos en la ruta los que tratábamos la conquista de la gran bestia, el dragón de asfalto.

Me sentía bien, el paso seguía siendo controlado y la organización ofrecía abundante agua y
Acá iba medio enterito todavía!
suficiente bebida con electrolitos. Más columpios, por allí del kilómetro quince me di cuenta que algo estaba mal en mi pie y zapato derecho, donde el punto interno de la planta me daba una sensación de ardor, casi quemadura.


Tuve que parar, aflojé las correas y seguí corriendo, pero la molestia ya estaba instalada. Hasta ese momento el día era caluroso, pero no fue sino hasta enfilar por los cañaverales cercanos al punto de la media maratón que el sol se desató sin misericordia en todo su resplandor de fuego y furia.
A que calor muchades! Que sol! Que calores! Que tostada me pegué, sentía que la nuca me ardía y los brazos también. Fue una gran felicidad llegar al punto que marcaba el retorno sintiéndome bastante "entero" física y mentalmente.
No era una distancia que no hubiese corrido antes.

Ahora empezaba la bueno, y por bueno quiero decir el infierno.

Los cañaverales de vuelta todavía veían discurrir a algún grupo de corredores en pos del camino que yo había transitado ya. Iba dentro de mis tiempos aún, pero la señal del kilómetro 25 que recordaba cercana, no aparecía.

Y el sol me clavaba sus uñas de oro.

Seguí corriendo, pero noté que el paso se me iba desgastando. Al fin, el kilómetro 25 y su cartelón, otro poquito me dije. Pero la distancia se estiraba y el tiempo también.

Llegué a la bifurcación de la carretera de donde asciende el camino hacia la laguna de calderas. Cinco kilómetros me separaban del relleno, pero el cansancio se me encaramaba a cada paso. Por esos lados andaba cuando me volvió a doler el pie derecho, esta vez en la parte de encima, siempre en la cara interna. No quise parar, al menos al relleno quería llegar.

Los corredores estábamos ya cada vez más dispersos, pero seguía habiendo atención en la ruta, de la organización y también de otras fraternidades de corredores, especial mención quiero hacer al grupo “We Run GT” que fueron generosos con las fotos, el agua y las porras. Tengo presente todavía los gritos de la “cutu”.

Y al fin el relleno. 

Bueno pizadito me dije apretá los huevos que falta poco.

Era el kilómetro treinta, eran las once de la mañana y el sol sin piedad hacía reverberar el asfalto. Tomé agua, mucha agua, ahora sí me sentía muy cansado, y el dolor en el pie derecho se hacía más fuerte, agudo, alteraba mi paso, la cadencia y forma de mi zancada.

De regreso, ya venía penando!
Por el kilómetro treinta y cinco me tuve que volver a detener, me saqué el zapato por completo y el calcetín. Tenía una rozadura roja enorme en el dorso del pie derecho, justo donde me había apretado por temor a molestias. Me volví a poner el calcetín y el zapato, todavía más flojo y continué.

Que sol de agonía muchades. Y se venía lo mejor, se venía la cuesta del monte Sión, ya con 37 kilometritos en las sufridas piernas. La vi desde lejos, era el esfuerzo final. Y le di, sin parar, con el calor agobiante como un piedra en el cuello del alma.  

Paso a paso mi corazón se acerca a tí... dan dan kokoro hi kareteku... es la letra de una canción de ánime que veía hace muchos años, la conocen?

Pues eso, pasito a pasito me fui comiendo el monte Sión, hasta que el lago era otra vez un espejo a mis pies. Faltaba poco, 5 y un poco más de kilómetros en descenso. Estaba muy cansado pero no fundido, me dolía el pie y en algunos momentos me daba unas punzadas de tortura, pero tenía la plena convicción que iba a terminar.

El filo del medio día, ustedes conocen el sol de esas horas. Pero faltaba poco. Un corredor me rebasó en los linderos de Amatitlán, me dio algunos consejos sobre la postura que me resultaron esenciales para terminar mejor.

Quería acabar ya, quería estar con mis hijos, quería que este suplicio se terminara, más que cansancio la desesperación me abrazaban con sus brazos espinados. Faltaba tan poco, el descenso hacía su trabajo hasta que de nuevo apareció el puente la Gloria, un desvío, todavía un par de subidas por el centro hasta que de nuevo enfilé por los alrededores del parque la ninfas.

Junto a otro corredor nos saludamos con un choce de puños, como yo, era su primera maratón, su primera maya.

La ruta nos regala hermanos.

El tramo final, ya muchos, muchos corredores descansaban con sus familias y amigos. A mi me
El beso a mi preciosa!
faltaban unos metros. El redondel de Amati y su árbol de amate. Un cruce y la meta, apreté el puño y solté un grito: lo había hecho mis preciosos, cuarenta y dos putos kilómetros y algunos cientos de metros más.


Era un maratonista.

Cinco horas, dieciséis minutos y algunos segundos, según la aplicación de mi tableta. Caminé pasos dubitativos hacia los voluntarios que daban las medallas y reclamé la mía. Sentía las piernas flojas.

Tomé un poco más de agua y me dirigí al lago, me senté frente a esa oscuridad y lloré por unos pocos minutos.

Estaba vivo y feliz y devastado e invencible.

Mi corazón, mi alma, mi mente son un mar de dudas y temores, pero en esos momentos las sombras se despejaron y una certeza de victoria me insufló.

Soy un maratonista, un puto maratonista y se siente bien.

Corro por y para mí, no puedo mentir en este punto, pero quiero dedicar estos cuarenta mil metros, estos cuarenta mil pasos a mis hijos y a mis padres. De unos vengo y voy hacia los otros, lo poco bueno en y de mi es para ustedes.

Mi favorita, cortesía de los ghost runners.

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